viernes, 21 de enero de 2011

Más temblores

Me interesó cuando salió en octubre, pero se quedó en una idea que se desvaneció con la llegada de otras novedades editoriales. Era el último libro de Siri Hustvedt (muy recomendable su Elegía para un americano), La mujer temblorosa, publicado por Anagrama. Hoy me he preguntado cómo se me ocurrió dejar de lado, tras leer por casualidad algunas líneas. Queda apuntado para dedicarle unas horas de mi tiempo lector, tan poco transitado en estos últimos tiempos.  

“Mi madre solía decirme de niña que yo era demasiado sensible para este mundo. No lo decía como algo negativo, pero durante años atribuí mi hipersensibilidad a un defecto de carácter. Es verdad que desde que tengo memoria he sentido las cosas que les sucedían a las demás personas, desde un mal gesto a una crítica, un golpe o simples cambios de humor, casi como si me ocurrieran a mí”.

“Puedo diferenciar entre lo que siento cuando me tocan y lo que siento cuando miro que tocan a otro, pero eso no quita que la sensación exista. Si veo que alguien se tuerce un tobillo, siento ese dolor en el mío propio. Observar a una madre acariciando a su hijo me produce el mismo placer físico que me daría hacer o recibir la caricia. Si hieren a alguien en una película tengo que cerrar los ojos o salir de la sala. Cuando era niña, me pasé la mitad de la serie Lassie en el cuarto de baño. Las películas de terror o violentas me resultan intolerables porque siento la tortura que sufre la víctima. Mirar o incluso pensar en un cubo de hielo me produce escalofríos”.

jueves, 13 de enero de 2011

Estupor y temblores

 Cuando estuve en Marrakech quise descubrir La Mamounia, el magnífico hotel en el que Hitchcock, además de haber rodado El hombre que sabía demasiado, comenzó a darle vueltas a su idea de Los pájaros. Iba bien vestida, pero me fallaba el calzado, así que no pude entrar.

El codiciado enclave se me volvió a resistir otro día que lo intenté, el mismo en que acabé frustrada por una búsqueda que terminó teniendo un sentido. Extraño, eso sí. Quería visitar una galería de arte situada, al parecer, en una segunda planta, pero por más que preguntaba, en ningún lugar de la zona especializado en la misma materia sabía de su existencia. Había carteles por muchas tiendas anunciando su exposición de imágenes de Sarah Moon, pero cuando lo señalabas, nadie sabía indicar dónde se escondía.

En medio de mi alteración por dar vueltas y vueltas, volví a La Mamounia sin necesidad de pisar sus estancias. Mirando hacia la zona alta de los edificios en busca de ese pequeño refugio artístico, entendí la nombrada ocurrencia fílmica de Hitchcock: un enorme grupo de pájaros -¿serían cuervos?- se movían agitados entre los árboles y emitían un sonido ensordecedor. Esa era la rebelión imaginada y me había topado con ella siguiendo una promesa artística curiosamente vendida con la imagen de un loro.

Semanas después empezaron a aparecer aves negras muertas en distintos lugares del mundo.

Empecé a temblar.